Berlín. Max tiene 61 años y practica mucho sexo. Sexo con clientes. Sexo con amigos. Sexo con Dima, su amante 25 años más joven. Y sexo con su viejo amigo Jan. Todos ellos acuden normalmente a su playroom en su piso de Kreuzberg. El hecho de que Max es VIH positivo no es un secreto y a día de hoy practica sólo sexo seguro. A Dima, que es VIH negativo, no le supone un problema. A él le gusta la libertad sexual de su relación abierta. Dima vive en Kiev y va de vez en cuando de visita a Berlín. Allí puede vivir su homosexualidad y sus preferencias sexuales sin tener que ocultarse.

Max siempre tiene algo que hacer. Cuando Dima no está de visita, o bien no tiene clientes, confecciona látigos de goma con cámaras de aire de bicicletas viejas o prepara lubricante para fisting, siguiendo su propia receta. Además, su playroom le da mucho trabajo. Para evitar cualquier problema, todo debe de permanecer en su sitio. Para el ex teniente eso es primordial. Las suspensiones del sling, diseñado por el mismo, deben ser ajustadas regularmente, la jaula de acero debe mantenerse limpia y los juguetes deben estar ordenados. Max no tiene ninguna intención de transformar su playroom en un dormitorio corriente. Él prefiere dormir en el salón.

La vida de Max transcurre de una manera ordenada. Pero en una de las visitas de Dima a Berlín, aquello que todo parecía estar bajo control, parece desmoronarse ante el devastador diagnóstico de un simple control rutinario. A Max se le va la situación de las manos. Comienza un viaje entre las visitas al médico y las autoridades de inmigración, entre Berlín y Kiev, y entre las comidas familiares donde prevalecen el silencio y la incertidumbre, y el playroom donde se respira un deseo tácito de pertenencia y seguridad. Max y los otros nos muestra un mundo paralelo, donde la clave de la supervivencia yace en el desarraigo y en la propia soledad a la que éste conlleva.